(FOTO DE R. SAMUEL)
Miguel
de Unamuno
DEL
SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
EL
HOMBRE DE CARNE Y HUESO
Homo
sum: nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más
bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo
extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospe choso como su sustantivo
abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo
simple, ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre
de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, el que come y
bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye,
el hermano, el verdadero hermano. Porque hay otra cosa, que llaman también
hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es
el bípedo implume de la leyenda, el ~aov zoAtrucóv de Aristóteles, el
contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el
homo sa piens de Linneo o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no
es de aquí o de allí ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni
patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre. El nuestro es otro, el de
carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pensamos
sobre la Tierra. Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el
supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes
filósofos. En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos
presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores,
los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía
de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y
es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas nos explica.
Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofía se acuesta más a la poesía que no
a la ciencia. Cuantos sistemas filo sóficos se han fraguado como suprema
concinación de los resultados finales de las ciencias particulares, en un
período cualquiera, han tenido mucha menos consistencia y menos vida que
aquellos otros que representaban el anhelo integral del espíritu de su autor. Y
es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para nuestra
vida y nuestro pensamiento, nos son, en cierto sentido, más extrañas que la
filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más fuera de nosotros. Son,
en el fondo, cosa de economía. Un nuevo descubrimiento científico, de los que
llamamos teóricos, es como un descubrimiento mecánico; el de la máquina de
vapor, el teléfono, el fonógrafo, el aeroplano, una cosa que sirve para algo.
Así, el teléfono puede servirnos para comunicarnos a distancia con la mujer
amada. ¿Pero esta para qué nos sirve? Toma uno el tranvía eléctrico para ir a
oír una ópera; y se pregunta: ¿cuál es, en este caso, más útil, el tranvía o la
ópera? La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción
unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción,
un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta
que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa
de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no
comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida
misma. Y esta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes,
inconscientes tal vez. No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen
optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de
origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace
nuestras ideas. El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se
haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás
animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he
visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro,
pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.
Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre. Tomad a Kant,
al hombre Manuel Kant, que nació y vivió en Koenigsberg, a forales del siglo
xviII y hasta pisar los umbrales del XIX. Hay en la filosofía de este hombre
Kant, hombre de corazón y de cabeza, es decir, hombre, un significativo salto,
como habría dicho Kierkegaard, otro hombre -¡y tan hombre!-, el salto de la
Crítica de la razón pura a la Crítica de la razón práctica. Reconstruye en
esta, digan lo que quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella abatió,
después de haber examinado y pulverizado con su análisis las tradicionales
pruebas de la existencia de Dios, del Dios aristotélico, que es el Dios que
corresponde al ~oov zoAlrlKóv; del Dios abstracto, del primer motor inmóvil,
vuelve a re construir a Dios, pero al Dios de la conciencia, al autor del orden
moral, al Dios luterano, en fin. Ese salto de Kant está ya en germen en la
noción luterana de la fe. El un Dios, el Dios racional, es la proyección al
infinito de fuera del hombre por definición, es decir, del hombre abstracto, el
homb re no hombre, y el otro Dios, el Dios sentimental o volitivo, es la
proyección al infinito de dentro del hombre por vida, del hombre concreto, de
carne y hueso. Kant reconstruyó con el corazón lo que con la cabeza había
abatido. Y es que sabemos, por testimonio de los que le conocieron y por
testimonio propio, en sus cartas y manifestaciones privadas, que el hombre
Kant, el solterón un sí es no es egoísta, que profesó filosofía en Koenigsberg
a fines del siglo de la Enciclopedia y de la diosa Razón, era un hombre muy
preocupado del problema. Quiero decir del único verdadero problema vital, del
que más a las entrañas nos llega, del problema de nuestro destino individual y
personal, de la inmortalidad del alma. El hombre Kant no se resignaba a morir
del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo, dio el salto aquel, el
salto inmortal de una a otra crítica. Quien lea con atención y sin anteojeras
la Crítica de la razón práctica, verá que, en rigor, se deduce en ella la
existencia de Dios de la inmortalidad del alma, y no esta de aquella. El
imperativo categórico nos lleva a un postulado moral que exige a su vez, en el
orden teológico, o más bien escatológico, la inmortalidad del alma, y para
sustentar esta inmortalidad aparece Dios. Todo lo demás es escamoteo de
profesional de la filosofía. El hombre Kant sintió la moral como base de la
escatología, pero el profesor de la filosofía invirtió los términos. Ya dijo no
sé dónde otro profesor, el profesor y hombre Guillermo James, que Dios para la
generalidad de los hombres es el productor de inmortalidad. Sí, para la ge
neralidad de los hombres, incluyendo al hombre Kant, al hombre James y al
hombre que traza estas líneas, que estás, lector, leyendo. Un día, hablando con
un campesino, le propuse la hipótesis de que hubiese, en efecto, un Dios que
rige cielo y tierra, Conciencia del Universo, pero que no por eso sea el alma
de cada hombre inmortal en el sentido tradicional y concreto. Y me respondió:
«Entonces, ¿para qué Dios?» Y así se respondían en el recóndito foro de su
conciencia el hombre Kant y el hombre James. Sólo que al actuar como profesores
tenían que justificar racionalmente esa actitud tan poco racional. Lo que no
quiere decir, claro está, que sea absurda. Hegel hizo célebre su aforismo de
que todo lo racional es real y todo lo real racional; pero somos muchos los
que, no convencidos por Hegel, seguimos creyendo que lo real, lo realmente
real, es irracional; que la razón construye sobre las irracionalidades. Hegel,
gran definidor, pretendió reconstruir el universo con definiciones, como aquel
sargento de artillería decía que se construyeran los cañones: tomando un
agujero y recubriéndolo de hierro. Otro hombre, el hombre José Butler, obispo
anglicano, qué vivió a principios del siglo xvni, y de quien dice el cardenal
católico Newman que es el hombre más grande de la Iglesia anglicana, al foral
del capítulo primero de su gran obra sobre la analogía de la religión (The
Analogy of Religion), capítulo que trata de la vida futura, escribió estas
pequeñas palabras: «Esta credibilidad en una vida futura, sobre lo que tanto
aquí se ha insistido, por poco que satisfaga nuestra curiosidad, parece
responder a los propósitos todos de la religión tanto como respondería una
prueba demostrativa. En realidad, una prueba, aun demostrativa, de una vida futura,
no sería una prueba de religión. Porque el que hayamos de vivir después de la
muerte es cosa que se compadece tan bien con el ateísmo, y que puede ser por
este tan tomada en cuenta como el que ahora estamo s vivos, y nada puede ser,
por lo tanto, más absurdo que argüir del ateísmo que no puede haber estado
futuro.» El hombre Butler, cuyas obras acaso conociera el hombre Kant, quería
salvar la fe en la inmortalidad del alma, y para ello la hizo independiente de
la fe en Dios. El capítulo primero de su Antología trata, como os digo, de la
vida futura, y el segundo del gobierno de Dios por premios y castigos. Y es
que, en el fondo, el buen obispo anglicano deduce la existencia de Dios de la
inmortalidad del alma. Y como el buen obispo anglicano partió de aquí, no tuvo
que dar el salto que a fines de su mismo siglo tuvo que dar el buen filósofo
luterano. Era un hombre el obispo Butler, y era otro hombre el profesor Kant. Y
ser un hombre es ser algo concreto, unitario y sustantivo es ser cosa, res. Y
ya sabemos lo que otro hombre, al hombre Benito Spinoza, aquel judío portugués
que nació y vivió en Holanda a mediados del siglo XVII, escribió de toda cosa.
La proposición 6.a de la parte III de su Ética dice: unaquaeque res, quatenus
in se est, in suo esse perseverare conatur, es decir, cada cosa, en cuanto es
en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. Cada cosa es cuanto es en sí, es
decir, en cuanto sustancia, ya que, según él, sustancia es id quod in se est et
per se concipitur; lo que es por sí y por sí se concibe. Y en la siguiente
proposición, la 7.a , de la misma parte añade: conatus, quo unaquaeque res in
suo esse perseverare conatur nihil est praeter ipsius rei actualem essentiam;
esto es, el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino
la esencia actual de la cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la
mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de
cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en
seguir siendo hombre, en no morir. Y la otra proposición que sigue a estas dos,
la 8.a , dice: conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur,
nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit, o sea: el esfuerzo con que
cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino
indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que
este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual. Y, sin
embargo, este pobre judío portugués, desterrado en las tinieblas holandesas, no
pudo llegar a creer nunca en su propia inmortalidad personal, y toda su
filosofía no fue sino una consolación que fraguó para esta su falta de fe. Como
a otros les duele una mano o un pie o el corazón o la cabeza, a Spinoza le
dolía Dios. ¡Pobre hombre! ¡Y pobres hombres los demás! Y el hombre, esta cosa,
¿es una cosa? Por absurda que parezca la pregunta, hay quienes se la han
propuesto. Anduvo no ha mucho por el mundo una cierta doctrina que llamábamos
positivismo, que hizo muy bien y mucho mal. Y entre otros males que hizo, fue
el de traernos un género tal de análisis que los hechos se pulverizaban con él,
reduciéndose a polvo de hechos. Los más de los que el positivismo llamaba
hechos, no eran sino fragmentos de hechos. En psicología su acción fue
deletérea. Hasta hubo escolásticos metidos a literatos -no digo filósofos
metidos a poetas, porque poeta y filósofo son hermanos gemelos, si es que no la
misma cosa- que llevaron el análisis psicológico positivista a la novela y al
drama, donde hay que poner en pie hombres concretos, de carne y hueso, y en
fuerza de estados de conciencia las conciencias desaparecieron. Les sucedió lo
que dicen sucede con frecuencia al examinar y ensayar ciertos complicados
compuestos químicos orgánicos, vivos, y es que los reactivos destruyen el
cuerpo mismo que se trata de exami nar, y lo que obtenemos son no más que
productos de su composición. Partiendo del hecho evidente de que por nuestra
conciencia desfilan es tados contradictorios entre sí, llegaron a no ver claro
la conciencia, el yo. Preguntarle a uno por su yo, es como preguntarle por su
cuerpo. Y cuenta que al hablar del yo, hablo del yo concreto y personal; no del
yo de Fichte, sino de Fichte mismo, del hombre Fichte. Y lo que determina a un
hombre, lo que le hace un hombre, uno y no otro, el que es y no el que no es,
es un principio de unidad y un principio de continuidad. Un principio de unidad
primero, en el espacio, merced al cuerpo, y luego en la acción y en el
propósito. Cuando andamos, no va un pie hacia adelante, el otro hacia atrás: ni
cuando miramos mira un ojo al Norte y el otro al Sur, como estemos sanos. En
cada momento de nuestra vida tenemos un propósito, y a él conspira la sinergia
de nuestras acciones. Aunque al momento siguiente cambiemos de propósito. Y es
en cierto sentido un hombre tanto más hombre, cuanto más unitaria sea su
acción. Hay quien en su vida toda no persigue sino un solo propósito, sea el
que fuere. Y un principio de continuidad en el tiempo. Sin entrar a discutir
-discusión ociosa- si soy o no el que era hace veinte años, es indiscutible, me
parece, el hecho de que el que soy hoy proviene, por serie continua de estados
de conciencia, del que era en mi cuerpo hace veinte años. La memoria es la base
de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad
colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra
vida espiritual no es, en el fono, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por
perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse
porvenir. Todo esto es de una perogrullería chillante, bien lo sé: pero es que,
rodando por el mundo, se encuentra uno con hombres que parece no se sienten a
sí mismos. Uno de mis mejores amigos, con quien he paseado a diario durante muchos
años enteros, cada vez que yo le hablaba de este sentimiento de la propia
personalidad, me decía: «Pues yo no me siento a mí mismo, no se qué es eso.» En
cierta ocasión, este amigo a que aludo me dijo: «Quisiera ser fulano» (aquí un
nombre), y le dije: Eso es lo que yo no acabo nunca de comprender, que uno
quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro, es querer dejar de ser uno el que
es. Me explico que uno desee tener lo que otro tiene, sus riquezas o sus
conocimientos; pero ser otro, es cosa que no me la explico...